Se siente un ambiente inusual, ansioso pero alegre. Son las seis de la mañana del viernes 6 de junio y tres miembros de una familia visten camisetas auriverdes mientras esperan en la zona de llegadas del aeropuerto Palonegro, que presta sus servicios a Bucaramanga. Pasajeros del primer vuelo de la aerolínea Latam, provenientes de Bogotá, salen del terminal aéreo con maletas y cara de poco sueño. Al menos una docena de ellos lleva el mismo atuendo. A pocos metros, reclinado en el asiento del conductor de su taxi, José Miguel Gómez presta atención al diálogo que transmite la emisora. “La ciudad está viviendo un ambiente diferente, que no teníamos desde hace mucho tiempo”, dice Juan Carlos Ordóñez, director regional de Caracol Radio, en referencia al partido contra el bogotano Santa Fe este sábado. Por “mucho tiempo” se refiere al transcurrido desde 1997, la última vez en que el Atlético Bucaramanga jugó una final del torneo de fútbol nacional. El equipo perdería 3 a 0 frente al América de Cali, y ni el bumangués más pesimista creía que pasaría más de un cuarto de siglo para volver a soñar con un título. Y no cualquiera, sino el primero en 75 años de historia.
La espera es compañera permanente de la hinchada desde el domingo anterior, día en que El Búcaros venció al Deportivo Pereira y aseguró su cupo en la final. La ilusión se cimenta en esa tarde, una montaña rusa de emociones para unos aficionados deshabituados a las instancias decisivas. No bastaba ganarle a Pereira, Bucaramanga necesitaba que un eliminado Millonarios superara a Junior de Barranquilla en el otro enfrentamiento del grupo. Para los 28.000 seguidores que coparon el estadio Alfonso López, los 90 minutos transcurrieron con un ojo en el partido propio y otro en Bogotá. La calma apareció solo al final para ahuyentar al fantasma del fracaso. Millonarios estaba haciéndoles el favor, pero Bucaramanga no pasaba del empate. Un pase al vacío del argentino Fabián Sambueza y una definición englobada de Jhon Emerson Córdoba derribó el pesimismo que se había apoderado de algunos en la tribuna. No se repetiría el guion de 2022, cuando Pereira los eliminó y terminó alzando el campeonato. Otra anotación del delantero Daniel Mosquera sentenció el encuentro a favor del cuadro local. El árbitro pitó y la locura se desató. Es difícil encontrar precedentes de una emoción colectiva de ese tamaño en una ciudad que es la quinta más grande de Colombia.
Independiente Santa Fe, que busca su décima estrella, es el rival de la final. Sus pergaminos lo dan como favorito: es el equipo que más puntos acumula en lo que va del año y en su nómina cuenta con jugadores como Hugo Rodallega y Daniel Torres, quienes jugaron varias temporadas en Europa. Así lo señala el periodista Juan José Mantilla, más conocido como Jotas, quien heredó de familia el amor por el Atlético Bucaramanga. Apela al pasado para explicar por qué cree que no es coincidencia que se hayan cruzado ambos clubes. “Mi abuelo me hablaba sobre el Bucaramanga de 1960, que casi gana. Estaban Américo Montanini, Herman Cuca Aceros, Ernesto Berto, Roberto Pablo Janiot y Hugo Sgrimaglia. Ellos pierden el partido decisivo con Santa Fe, 5 a 1. La vida hoy vuelve y nos pone no a Nacional, no a Millonarios, a Santa Fe”. Y continúa con un algo de superstición. “Con Pereira teníamos una deuda histórica porque nos mandaron dos veces a segunda división. Hace dos años, además, nos ganaron y quedaron campeones. Con Millonarios pasaba algo parecido. En 1994 no nos pudieron dar una mano, ganándole al Cortuluá, para que pudiéramos permanecer en primera [ese resultado habría evitado el descenso del Bucaramanga]. Son un montón de cosas que uno dice: ‘Bueno, algún día nos tocará a nosotros’. Ojalá sea en este momento”.
Apoyar al Bucaramanga no ha sido fácil, ni siquiera en la misma ciudad. El historial de resultados negativos, excluyendo contadas temporadas, llevó a muchos bumangueses por seguir a clubes más exitosos, e incluso a llamar despectivamente al equipo local “Artrítico” Bucaramanga. Mantilla explica que son precisamente los malos tiempos los que lo enamoraron. “Es como a un hermano pequeño al que le pegan y molestan. Uno no lo deja solo, lo apoya y está ahí hasta al final”. Es probable que la mayoría de la hinchada respalde su respuesta. En tiempos de inmediatismo, en los que la Champions League y ligas europeas están a un click, es emocionante la fidelidad de los hinchas del Bucaramanga. Recuerda Mantilla que don Alfonso le contaba que ni en los comienzos fue sencillo para el equipo. “A escondidas de las esposas, los directivos pedían sobregiros porque no les alcanzaba para pagar el salario de los jugadores”. Él, que ha narrado mundiales para canales internacionales, que ha visto a Messi y Cristiano, que vio en el Maracaná el gol de James Rodriguez a Uruguay, dice sin titubear que no cambiaría un campeonato del Bucaramanga por nada del mundo.
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— Si ganan, ¿llora?
—Uf. Difícil. Juré que nunca más iba a llorar por el equipo si era por tristeza. Yo creo que sí― responde y se soba la quijada, como imaginándose la escena.
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La autopista que conecta a Bucaramanga con los demás municipios de su área metropolitana —Floridablanca, Piedecuesta y Girón— y permite moverse de un extremo a otro en menos de 25 minutos, está desbordada de carros y motocicletas con banderas y pegatinas del equipo. Faltan cinco horas para el encuentro y la fiesta es total. Los vecinos, como si se tratase de una verbena, sacan sillas plásticas a los andenes y se reúnen alrededor de parlantes. La cumbia de las trapos de la agrupación Yerba Brava es la banda sonora de la jornada, ambientando la algarabía en casi todas las calles. No hay un estudio sociológico de por qué la cumbia argentina caló fuertemente en los sectores populares de una ciudad enclavada en los Andes colombianos, que de a poco la introdujeron en el resto de la población, pero tampoco importa. Hoy es un himno. “Se viene el fin de semana, todo’ a la cancha, vamos a ir. Ya está todo preparado, el bombo y el trapo para salir. Al equipo que tiene más aguante, lo llevo dentro del corazón. Saltando, cantando, prendidos a los trapos dejamos el alma en el tablón”.
Las proximidades del estadio se tienen que recorrer a pie. En redes sociales, días atrás, circularon pantallazos que mostraban que la fila virtual en la plataforma de la distribuidora de entradas alcanzó a asignar más de 70.000 turnos. No había forma de albergar a tanta gente. Muchos de los que se quedaron por fuera quieren sentirse parte del momento y llenan los bares y tiendas del tradicional barrio San Alonso, que aloja al estadio. El apoyo masivo fue atendido por el técnico Rafael Dudamel, que en una rueda de prensa invitó a las autoridades a aumentar el aforo del Alfonso López. “El equipo y la hinchada han demostrado que merecen un estadio más moderno y de mayor capacidad”, afirmó. Sus palabras fueron aplaudidas y replicadas. Está logrando lo imposible. Es lo más parecido a un santo en la ciudad.
Tan pronto pisa el terreno de juego, antes de la salida oficial de los jugadores, los asistentes a la tribuna de occidental corean su nombre. Alza las manos de camino a la banca. Viste un traje negro sin corbata. Sonríe. Inspira una tranquilidad que calmaría hasta el más temeroso, a ese fatalista que siempre espera lo peor y es tan común en el fútbol. El venezolano ha dado motivos suficientes para la confianza y devoción que produce. El alcalde, en señal de gratitud, le dio las llaves de la ciudad incluso antes de clasificarse a la final. Arribó al banquillo técnico a principio de año y enfiló al equipo en una seguidilla sin antecedentes, cosechando 10 fechas sin conocer la derrota y superando el invicto más largo en la historia del club. Hoy es el momento de revalidar todo lo bueno. Y lo obtiene con creces.
Suena el himno de Santander y el cielo deja de verse. La pólvora y el humo de los extintores lo impiden. El sonido del estadio no se escucha, pero basta con seguir lo que canta la gente. “¡Santandereanos, siempre adelante! ¡Santandereanos, ni un paso atrás!”, corean el himno departamental. Hay que esperar a que la humareda se disipe. Los jugadores de Santa Fe toman agua, trotan, conversan. El árbitro Wilmer Roldán llama al orden, cada onceno se ubica en su mitad de cancha y con el pito se da inicio a la avalancha local. De no ser por el nivel que muestra Andrés Mosquera, el portero cardenal, el marcador habría terminado en goleada. Rodallega, Torres y los demás que visten de rojo no logran enlazar más de cinco pases. Bucaramanga, que no tiene suerte en la primera mitad, anota al minuto 69. Freddy Hinestroza, un extremo que Dudamel convirtió en carrilero, lanza un zurdazo cruzado inatajable. “Ser campeón, ser campeón, quiero ser campeón”, corean casi 30.000 almas. A ojo está claro que la silletería no fue suficiente. Muchas personas están acomodadas en las escaleras.
Invaden el campo al final. Faltan otros 90 minutos, pero el encuentro del sábado 8 de junio de 2024 puede ser redención suficiente para una hinchada —una ciudad— tan sufrida. De perder en la vuelta, que se jugará el 15 de junio en Bogotá, esta fecha igual permanecerá grabada en la mente de miles, decenas de miles, cientos de miles, acaso millones. De ganar, la fiesta que se vive en las calles al momento de cerrar este artículo, cuando el sábado se convierte en domingo, quedará en un segundo lugar, superada por la celebración del anhelado campeonato. Gustavo Ardila, taxista de 37 años, guardó su carro para ver el partido. Cuando EL PAÍS le preguntó su pronóstico, no quiso responder. En cambio, dio órdenes. “Vamos a quedar campeones. Pille, pelado, anote ahí. El que más celebra es el que nunca ha ganado”.
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